María Soledad de la Cerda Etchevers
El populismo no es una ideología política, sino que se trata de una “lógica de acción política”, así lo define el politólogo español Fernando Vallespín Oña -en un ensayo reciente publicado por el cuaderno N°19 del Círculo Cívico de Opinión. Señala que se trata de un fenómeno de reacción a determinados contextos, como es la globalización o las migraciones, dos fenómenos tan presentes en nuestros días.
Por su parte, el analista político mexicano Jesús Silva Herzog Márquez define al populismo como una rebelión por parte de la población contra la clase política, derivada de la rabia e incomprensión que se refleja en las instituciones gubernamentales. El populismo, a su juicio, utiliza las leyes e instituciones políticas como herramientas para engrandecer a las personas con poder económico y político, y no como patrimonio colectivo.
Lo interesante de estas dos miradas está en el hecho de que ambos académicos se darán cita el próximo 11 de noviembre en el festival Puerto de Ideas Valparaíso, instancia en que debatirán sobre el llamado “nuevo populismo” que se extiende hoy como reguero por Europa, Asia y Estados Unidos, pero que, a pesar de haber evolucionado, sigue muy presente en nuestra América Latina, donde es un viejo conocido.
Fue a fines del siglo XIX cuando el término “populismo” comenzó a ser empleado para referirse a las protestas que los agricultores estadounidenses realizaban contra los bancos y monopolios ferroviarios, un hecho concreto y con límites bien definidos. Sin embargo, el populismo de hoy, apela a la identidad y la cultura y tiene contornos más difusos. El nuevo populismo exacerba el odio y la molestia de los que ven en la globalización una amenaza económica, y también a los que temen que los inmigrantes los desplacen de sus fuentes laborales, modifiquen su composición social y que sean fuente permanente de delincuencia o de terrorismo. Es así como, en palabras de Vallespín, la expansión del populismo en el llamado Primer Mundo, obedece al temor de amplios sectores de las clases medias al descenso social.
Si bien todos los populismos tienen algo en común, el académico sostiene que ellos se presentan en distintas versiones, entre las que destaca por ejemplo, el populismo estadounidense que encarna Donald Trump, quien apelando al “trabajador blanco de clase baja o media-baja, desplazado de sus trabajos anteriores por la externalización de empresas industriales”, logró un desconcertante e inesperado triunfo electoral al que también contribuyó, sin duda, el llamado establishment republicano tradicional.
Por eso, es importante para la democracia estar alerta al desencantamiento de la población, ya que ésta, al sentirse desamparada, busca la protección colectiva de líderes carismáticos que se presentan como los únicos actores capaces de revertir la situación y conectar con los intereses del pueblo.
Sumemos a ello que la desconfianza se extiende hacia los partidos políticos, las instituciones y las élites, que son percibidos como anteponiendo sus propios intereses a las normas y prácticas democráticas. Estos erróneamente, queriendo mejorar la percepción que se tiene de ellos, junto con demonizar al populismo, terminan incorporando a sus agendas, sin mayor análisis, las demandas que los populistas realizan.
No dejemos de lado tampoco el importante papel que desempeñan hoy las redes sociales, que con sus operaciones de difamación, apelando más a lo emocional que a lo reflexivo y despreciando la deliberación racional, reciben el nombre de posverdad.
Es la suma de estos factores la que constituye un caldo de cultivo perfecto para que surja una nueva ola populista, que debe ser considerada como una consecuencia, más que como una causa de la crisis de la democracia.
Hoy la democracia, si quiere ahuyentar definitivamente la proliferación de los populismos, está obligada a recuperar la confianza en las instituciones y la dignificación de la política.